Traidor

Traidor
Evitando el ablande.

viernes, 8 de marzo de 2013

Contra la falocracia capitalista



Si sos mina, en el día internacional de la mujer trabajadora Groupon te manda ofertas de peluquería y centros de estética a tu mail. Superofertas de alisado definitivo y depilación eterna con fotos de chicas esbeltas en triquini. Esto, por supuesto, irrita a las militantes feministas abonadas a Groupon, que preferirían que se recuerde a las obreras quemadas en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist, en Nueva York, en otro siglo diferente del nuestro.

Lo que también irrita a las ultras del feminismo son las colaboracionistas: esas mujeres que muestran el culo en las revistas y en el programa de Fantino, que abonan el mito falocrático del príncipe azul haciéndole el juego a la logia machista que controla el mundo. Esas mujeres, por ser mujeres, son peores que los jefes pajeros del microcentro que le regalan flores a la secretaria tercerizada: cuando las amazonas controlen la Tierra, esas chicas serán rapadas para que todos las reconozcamos por la calle.

También hay colaboracionistas más pacatas, menos putas pero más zorras, para hablar en términos falocráticos y nada feministas, porque refuerzan la vieja tradición patriarcal de los descendientes de Abraham. Son señoras medievales que cocinan y tienen hijos que van al cole con uniforme, y además salen en la tele y apuestan a la familia como modo básico de socialización. Maru Botana es el Aleph de esta clase de mujeres: ella las contiene a todas desde el inicio de los tiempos hasta el fin de los siglos. Maru es lo que ninguna mujer luchadora querría ser. La odiamos, aunque se le haya muerto un hijo.

Porque hijos se le mueren a cualquiera. A las gordas cooperativistas y manzaneras del conurbano, por ejemplo, se les mueren porque los pisa el tren, porque los clavan para afanarles el celu, porque se pasan de paco o porque a un sargento de la bonaerense se le cantó el culo fifarse un pibe en el calabozo. Y toda esta lucha contra las trolas de la revista H y Maxim, contra las monjas y el Papa, contra Scioli, Macri y De Vido, contra las promociones del Banco Ciudad, todo este constante pujar y respirar, respirar y pujar para parir un mundo en el que haya aborto gratis, maridos incendiarios presos, cantautores políticamente correctos, etcétera-etcétera-etcétera, es por ellas, por las señoras no escolarizadas de Berazategui y el Chaco. Aunque ellas ni lo sepan ni les importe ni vayan a entender nunca los términos semiológicos en que se expresa lo más culto de esta internacional dedicada al combate contra la cosificación de la mujer. Y es una lástima que no lo sepan, porque si así fuera se unirían a las costureras chinas con menopausia prematura, dejarían de lado las prebendas del Estado machista, devolverían la netbook y la AUH y la humillante jubilación de ama de casa, y ganarían las calles y plazas y prostíbulos ruteros al grito de “¡mujeres del mundo, uníos contra la dictadura del pito!”.

Igual, si no te registrás antes, Groupon no te jode.

lunes, 4 de marzo de 2013

Llorar


Mi hermano monje me cuenta por carta una anécdota en la que mi papá se pone a llorar. “Fue la única vez que lo vi llorar”, me dice al final.

Yo, en cambio, lo vi llorar dos veces. Una, la primera, fue un lunes, creo que de 1998. Ese día se había muerto mi tía Eugenia y fuimos a su velorio en Bella Vista. Era de noche. En el camino de ida pasamos por el Monumental, donde estaban por tocar los Stones.

Cuando llegamos a la casa quinta donde había vivido Eugenia con todos mis primos y Joe Pat, mi tío, justo estaban terminando de celebrar misa, ahí en el jardín. Había un montón de gente.

A ella la velaron en el comedor de la casa. El viernes anterior, de cuaresma, toda la familia había comido un pescado en mal estado y algunos se habían descompuesto. Eugenia recién el lunes se había sentido mal y la habían acompañado a una clínica dos de mis tías. Mientras una entraba con Eugenia a la guardia, la otra se quedó estacionando el auto. Antes de que terminara de maniobrar, mi tía salió a decirle que Eugenia se moría o que ya se había muerto. Así de rápido.

Esa noche, cuando nos íbamos del velorio de vuelta para casa, vi que papá se acercaba a un arbusto que estaba cerca del portón de entrada. Todavía está, el arbusto. En la oscuridad, vi cómo se secaba las lágrimas con un pañuelo. Fueron unos segundos nomás, y enseguida volvió hacia donde estábamos nosotros caminando con los hombros caídos igual que siempre.

Después, ya con el auto andando, nos dijo a mi y a mis hermanos: “¿Me prometen que nunca se van a olvidar de su tía Eugenia?”. No sé si le contestamos algo o no. Yo soy muy malo recordando voces y algo mejor recordando caras, pero me acuerdo bien de la cara y la voz de Eugenia. Quizá fue el énfasis que le puso ese día papá a su pregunta lo que hizo que todavía hoy retenga el timbre agudo pero suave de su voz.
Son raros los recuerdos sonoros, porque a veces van acompañados de imágenes que no son las que originalmente iban aparejadas a la frase o al sonido recordado. La cabeza hace una selección caprichosa, edita una voz junto a la cara equivocada.

No recuerdo haber visto lagrimear a papá cuando se murió mi abuela, su madre, el 1º de enero del 2002. Me acuerdo, sí, del calor que hacía y del velorio con música ambiental de cacerolazos.

La otra vez que vi llorar a mi papá fue exactamente el 17 de octubre del 2006. Yo había faltado al trabajo para ir con él al traslado de los restos de Perón desde la CGT hasta San Vicente. Hubo muchos que estuvieron. No sé si hace falta describir la escena: los obreros apostados con sus overoles y cascos amarillos en la escalinata de la Facultad de Ingeniería, Moyano con la cureña, la hora y media que tomó hacer cuatro cuadras hasta la autopista. Y todo lo que siguió.

Cuando la cureña salió escoltada por los granaderos, nosotros estábamos justo en la esquina de Independencia y Azopardo. Yo me había subido a unos pilotes de cemento que hay en esa esquina para poder ver mejor. Mientras iba pasando el cortejo por la calle y la gente se amontonaba a su alrededor cantando la Marcha, miré abajo, hacia mi derecha. Ahí, a unos metros mío, estaba papá con el cuello estirado como para poder ver, agitando un pañuelito blanco con una mano a modo de saludo, llorando con cierta calma. Lo que más me llamó la atención fue la paz con que lloraba papá. Es raro, pero es así.

Obviamente, el asunto me hizo lagrimear a mí también.

En mi memoria, los respectivos pañuelos de cada llanto son uno solo. También son un único saco los sacos que llevaba puesto mi papá cada vez. Mi papá también es uno solo en mi memoria, aunque entre lágrima y lágrima haya habido un período de 9 años durante el cual, sin dudas, envejeció. La memoria tiene esas trampas.

Sé positivamente que lloré delante de mi hijo mayor al menos una vez, que fue cuando enterraron en la Chacarita a papá. Estoy casi seguro de que mi hijo no lo recuerda ni lo hará porque tenía solamente siete meses. Mi hijo menor no creo que me haya visto llorar todavía. 

Lo que no sé es cuántas ni cuáles serán las veces que mis hijos vean llorar a su papá. Muchísimo menos cuáles serán las que recuerden cuando yo ya esté muerto y uno le cuente al otro sobre la vez en que me vio llorar.