Corría el año 1910. La
Argentina del Centenario se entregaba al opulento y
despreocupado sueño de ser, como dijera Rubén Darío, el granero del orbe. En aquel mismo año, David Alleno, un cuidador
del cementerio de la Recoleta
de origen genovés, cumplió, él también, su propio sueño de abundancia: tener
una tumba en el cementerio.

A algunos les pareció un acto genuinamente aristocrático, a otros, un
gesto de soberbia desmedida, y a otros, simplemente un apuro, el que, una vez
terminada la construcción de la tumba, Alleno se suicidase para poder ocuparla.
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