Traidor

Traidor
Evitando el ablande.

viernes, 28 de mayo de 2010

Tijeras

No había sido tarea fácil transcribir las trescientas mil letras del libro sagrado. La obra había llevado un tiempo considerable, ya que la escritura de cada renglón estaba reglada por tres decenas de férreos preceptos que era necesario cumplir a rajatabla. Cualquier equivocación, por mínima que fuera, obligaba a recomenzar la transcripción desde el principio. Para ello, primero debía realizarse la sagrada incineración de la copia fallida y la purificación del copista mediante el baño ritual. Sin embargo, eso no era lo más grave del asunto; lo peor era que cada error del copista destruía mundos, literalmente. Y ni hablar de si el error era cometido justo al escribir el nombre de Dios; eso era catastrófico: no se sabía a ciencia cierta cuantos miles de años podía llegar a retrasarse la llegada del Mesías; pero sin duda eran muchos.

Otra dificultad había sido conseguir las suficientes plumas de ganso para la redacción del libro y la suficiente cantidad de papiros hechos con piel de animal correctamente sacrificado, sin los cuales, la copia no hubiera podido efectuarse. De eso, y de casi todo lo demás, se había encargado el rabino más anciano, el más sabio.

Ahora todo estaba listo para trasladar al nuevo templo la copia del libro. Una vez que el texto sagrado quedase depositado allí, el templo quedaría inaugurado y podría empezar a usarse para alabar a Dios. Con esa finalidad debía reunirse aquel día –el día que los números sagrados habían indicado- toda la comunidad. Nadie podía faltar, ni los ancianos más decrépitos ni las embarazadas en fecha. La procesión debía realizarse en perfecto orden y coordinación, sin errores, puesto que los mismos anularían la eficacia del ritual. Pero estaban preparados: durante días, todos habían practicado cada uno de los movimientos a ser hechos. Cada integrante de la comunidad estaba instruido a la perfección; una equivocación era casi imposible. Con la ayuda de Dios, todo saldría según lo calculado.

Claro que a veces ocurre que Dios no ayuda a los hombres y se entretiene en enviarles dificultades y calamidades de todo tipo. En este caso, no cabe duda de que el hombre que llegó hasta la puerta del rabino era un enviado de Dios. El rabino estaba preparado para encaminarse hacia el viejo templo, de donde debía salir la procesión, cuando sonó el timbre de su casa. El hombre vestía saco, corbata y una sonrisa blanca que le cruzaba la cara de lóbulo a lóbulo. Estaba de pie frente a la puerta, entre el rabino y la calle, y decía vender las mejores tijeras que un ser humano podría comprar en toda su vida. El rabino le agradeció el hecho de haber llegado hasta su casa para hacerle tan maravillosa oferta pero, se lamentó, no le quedaba otra opción que rechazarla. El otro aclaró que, teniendo en cuenta la calidad del producto y su escasez en el mercado, aquello era una ganga. Una verdadera ganga para aprovechar. El rabino sin duda lo entendía, y lamentaba tener que perder tamaña oportunidad; sin embargo, y muy a su pesar, iba a tener que dejarla pasar.

Llegado este punto de la amable conversación, el rabino volteó para mirar el reloj de pared que colgaba en el living y se percató alarmado de que ya era la hora de partir hacia el templo. Perder un solo minuto más podía hacer que no llegase para la hora sagrada, estipulada para el comienzo del ritual. Ya estaba vestido del modo adecuado, sólo restaba salir de su casa. Pero allí estaba él, muy sonriente y sin el mínimo gesto de desánimo, blandiendo en su diestra una tijera, la mejor del mundo, dispuesto a no abandonar el lugar sin haber concretado al menos una venta.

El rabino intentó desalentarlo definitivamente, y le explicó que aquel día era un día sagrado, y que le estaba expresamente prohibido comprar, vender y hasta tocar dinero, de modo que acceder a tan extraordinaria tijera le resultaba imposible desde todo punto de vista. Pero el otro no se resignó, quizá por incrédulo o quizá por haber oído, a lo largo de su larga y dura carrera como simpático vendedor puerta a puerta, excusas mucho mejores que esa. Una vez y otra más y otra volvió a insistir, ponderando tanto la bondad del producto que ofrecía como su insignificante precio. El rabino desesperó; los preparativos de tantos meses se venían abajo por un imbécil vendedor sonriente. Deseó poder comprar una tijera, al precio que fuese, y deshacerse de aquel sujeto; pero realmente no podía hacerlo sin quedar impuro. El tiempo se iba. Trató de cruzar la puerta pero el otro le impedía el paso. La hora, la hora ya se iba. Entonces la santa ira del rabino se desató. No pudo resistirlo, sencillamente no pudo. Tomó al vendedor de las solapas y comenzó a samarrearlo, desesperado, con las mandíbulas apretadas y con unas ganas nuevas y hasta entonces desconocidas para él de matar, de asesinar. Pero el otro era duro. Y más joven también. Ante la reacción del rabino, lo tomó él también por las solapas y lo derribó. Luego se le echó encima y mientras lo ahorcaba con una mano, con la otra le mostraba la mejor tijera del mundo, una oferta para aprovechar. Desde abajo, el rabino miró a aquel lunático que le estaba cortando la respiración y sonreía, con una sonrisa blanca y enorme que era como la sonrisa de Dios.

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