¡Ah, el saqueo! ¡Cómo me llama el
saqueo!
¿Acaso no lo oyes? ¿No lo ves, ahí
agazapado, susurrándote palabras dulces?
¿No son esas promesas caricias para el
alma?
¿Lo sientes? Es el calor decembrino,
la humedad prenavideña,
que como cada año nos anuncia
el inicio de la temporada de saqueos.
¡Oh, los saqueos!
Esa promesa de amor
y movilidad social ascendente por una
semana
o un día
y satisfacción inmediata de
necesidades básicas
como whisky y sidra y LCD
que se renueva cada verano
pulsando nuestra cuerda más íntima.
¡Uh, los saqueos!
Y esa invitación a tomar todo lo que
se pueda,
a correr el riesgo
de atravesar la avenida
en ojotas
cargando una media res
transpirando.
El tiro policial o comerciante por la espalda,
eternamente inminente,
el incendio, el caos,
el bardo, el quilombo
y llevarse hasta el arbolito de Navidad
del chino puto.
¿No oyes cantar los pájaros?
Sus trinos gritan “¡saqueo!”
y “¡muerte a la yuta!”,
nos convocan a la gran reunión,
la gran intifada,
la comunión nacional
de las góndolas arrasadas
los vidrios astillados
las gomas quemadas.
¡Salid, compañeros!
¡Saquead, camaradas!
Que el Servicio Meteorológico anuncia
42 grados de sensación
y cajones de vino a granel
para los valientes.
Saqueadores de mundo, uníos.
Gordas del conurbano, estad prestas.
Temblad, Ribeiros e HiperRodós del
mundo.
Los días sin Estado nos llaman a
gritos y a piedrazos.
¡Ah, el saqueo!
Esa pequeña vacación antes de las
vacaciones
en la pelopincho
que tanto nos pide nuestro ser,
porque ¿cómo sería vivir sin crisis?
¿qué es eso que llaman paz,
descolorida y sin gusto?
¡Oh, diciembre! ¡Oh, calor! ¡Oh,
caos, dulce caos!
Te pertenezco.
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