Traidor
miércoles, 27 de marzo de 2013
miércoles, 20 de marzo de 2013
viernes, 8 de marzo de 2013
Contra la falocracia capitalista
Si
sos mina, en el día internacional de la mujer trabajadora Groupon te manda
ofertas de peluquería y centros de estética a tu mail. Superofertas de alisado
definitivo y depilación eterna con fotos de chicas esbeltas en triquini. Esto,
por supuesto, irrita a las militantes feministas abonadas a Groupon, que
preferirían que se recuerde a las obreras quemadas en la fábrica de camisas
Triangle Shirtwaist, en Nueva York, en otro siglo diferente del nuestro.
Lo
que también irrita a las ultras del feminismo son las colaboracionistas: esas
mujeres que muestran el culo en las revistas y en el programa de Fantino, que abonan
el mito falocrático del príncipe azul haciéndole el juego a la logia machista que controla el mundo. Esas mujeres, por ser mujeres, son peores que
los jefes pajeros del microcentro que le regalan flores a la secretaria tercerizada:
cuando las amazonas controlen la
Tierra, esas chicas serán rapadas para que todos las
reconozcamos por la calle.
También
hay colaboracionistas más pacatas, menos putas pero más zorras, para hablar en términos falocráticos
y nada feministas, porque refuerzan la vieja tradición patriarcal de los
descendientes de Abraham. Son señoras medievales que cocinan y tienen hijos que
van al cole con uniforme, y además salen en la tele y apuestan a la familia
como modo básico de socialización. Maru Botana es el Aleph de esta clase de
mujeres: ella las contiene a todas desde el inicio de los tiempos hasta el fin
de los siglos. Maru es lo que ninguna mujer luchadora querría ser. La odiamos,
aunque se le haya muerto un hijo.
Porque
hijos se le mueren a cualquiera. A las gordas cooperativistas y manzaneras del
conurbano, por ejemplo, se les mueren porque los pisa el tren, porque los clavan para afanarles el celu, porque se pasan
de paco o porque a un sargento de la bonaerense se le cantó el culo fifarse un
pibe en el calabozo. Y toda esta lucha contra las trolas de la revista H y Maxim,
contra las monjas y el Papa, contra Scioli, Macri y De Vido, contra las
promociones del Banco Ciudad, todo este constante pujar y respirar, respirar y pujar
para parir un mundo en el que haya aborto gratis, maridos incendiarios presos, cantautores
políticamente correctos, etcétera-etcétera-etcétera, es por ellas, por las
señoras no escolarizadas de Berazategui y el Chaco. Aunque ellas ni lo sepan ni
les importe ni vayan a entender nunca los términos semiológicos en que se
expresa lo más culto de esta internacional dedicada al combate contra la cosificación
de la mujer. Y es una lástima que no lo sepan, porque si así fuera se unirían a las costureras chinas con menopausia prematura,
dejarían de lado las prebendas del Estado machista, devolverían la netbook y la AUH y la humillante jubilación
de ama de casa, y ganarían las calles y plazas y prostíbulos ruteros al grito de “¡mujeres del
mundo, uníos contra la dictadura del pito!”.
Igual,
si no te registrás antes, Groupon no te jode.
lunes, 4 de marzo de 2013
Llorar
Mi hermano monje me cuenta por carta una anécdota en la que mi papá se pone a llorar. “Fue la única vez que lo vi llorar”, me dice al final.
Yo, en cambio, lo vi llorar dos
veces. Una, la primera, fue un lunes, creo que de 1998. Ese día se había muerto
mi tía Eugenia y fuimos a su velorio en Bella Vista. Era de noche. En el camino
de ida pasamos por el Monumental, donde estaban por tocar los Stones.
Cuando llegamos a la casa quinta
donde había vivido Eugenia con todos mis primos y Joe Pat, mi tío, justo
estaban terminando de celebrar misa, ahí en el jardín. Había un montón de
gente.
A ella la velaron en el comedor
de la casa. El viernes anterior, de cuaresma, toda la familia había comido un
pescado en mal estado y algunos se habían descompuesto. Eugenia recién el lunes
se había sentido mal y la habían acompañado a una clínica dos de mis tías.
Mientras una entraba con Eugenia a la guardia, la otra se quedó estacionando el
auto. Antes de que terminara de maniobrar, mi tía salió a decirle que Eugenia
se moría o que ya se había muerto. Así de rápido.
Esa noche, cuando nos íbamos del
velorio de vuelta para casa, vi que papá se acercaba a un arbusto que estaba
cerca del portón de entrada. Todavía está, el arbusto. En la oscuridad, vi cómo
se secaba las lágrimas con un pañuelo. Fueron unos segundos nomás, y enseguida
volvió hacia donde estábamos nosotros caminando con los hombros caídos igual
que siempre.
Después, ya con el auto andando,
nos dijo a mi y a mis hermanos: “¿Me prometen que nunca se van a olvidar de su
tía Eugenia?”. No sé si le contestamos algo o no. Yo soy muy malo recordando voces y
algo mejor recordando caras, pero me
acuerdo bien de la cara y la voz de Eugenia. Quizá fue el énfasis que le puso
ese día papá a su pregunta lo que hizo que todavía hoy retenga el timbre agudo
pero suave de su voz.
Son raros los recuerdos sonoros, porque a veces van acompañados de imágenes que no son las que originalmente iban aparejadas a la frase o al sonido recordado. La cabeza hace una selección caprichosa, edita una voz junto a la cara equivocada.
Son raros los recuerdos sonoros, porque a veces van acompañados de imágenes que no son las que originalmente iban aparejadas a la frase o al sonido recordado. La cabeza hace una selección caprichosa, edita una voz junto a la cara equivocada.
No recuerdo haber visto lagrimear
a papá cuando se murió mi abuela, su madre, el 1º de enero del 2002. Me
acuerdo, sí, del calor que hacía y del velorio con música ambiental de
cacerolazos.
La otra vez que vi llorar a mi
papá fue exactamente el 17 de octubre del 2006. Yo había faltado al trabajo
para ir con él al traslado de los restos de Perón desde la CGT hasta San Vicente. Hubo
muchos que estuvieron. No sé si hace falta describir la escena: los obreros
apostados con sus overoles y cascos amarillos en la escalinata de la Facultad de Ingeniería,
Moyano con la cureña, la hora y media que tomó hacer cuatro cuadras hasta la
autopista. Y todo lo que siguió.
Cuando la cureña salió escoltada
por los granaderos, nosotros estábamos justo en la esquina de Independencia y
Azopardo. Yo me había subido a unos pilotes de cemento que hay en esa esquina
para poder ver mejor. Mientras iba pasando el cortejo por la calle y la gente
se amontonaba a su alrededor cantando la Marcha, miré abajo, hacia mi derecha. Ahí, a unos
metros mío, estaba papá con el cuello estirado como para poder ver, agitando un
pañuelito blanco con una mano a modo de saludo, llorando con cierta calma. Lo
que más me llamó la atención fue la paz con que lloraba papá. Es raro, pero es
así.
Obviamente, el asunto me hizo
lagrimear a mí también.
En mi memoria, los respectivos
pañuelos de cada llanto son uno solo. También son un único saco los sacos que
llevaba puesto mi papá cada vez. Mi papá también es uno solo en mi memoria,
aunque entre lágrima y lágrima haya habido un período de 9 años durante el
cual, sin dudas, envejeció. La memoria tiene esas trampas.
Sé positivamente que lloré
delante de mi hijo mayor al menos una vez, que fue cuando enterraron en la Chacarita a papá. Estoy
casi seguro de que mi hijo no lo recuerda ni lo hará porque tenía solamente
siete meses. Mi hijo menor no creo que me haya visto llorar todavía.
Lo que no sé es cuántas ni cuáles serán las veces que mis hijos vean llorar a su papá. Muchísimo menos cuáles serán las que recuerden cuando yo ya esté muerto y uno le cuente al otro sobre la vez en que me vio llorar.
Lo que no sé es cuántas ni cuáles serán las veces que mis hijos vean llorar a su papá. Muchísimo menos cuáles serán las que recuerden cuando yo ya esté muerto y uno le cuente al otro sobre la vez en que me vio llorar.
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