Traidor

Traidor
Evitando el ablande.

lunes, 11 de agosto de 2014

Varicela



La Unión Democrática había planeado una gran marcha para el 19 de septiembre. El día era agradablemente tibio. Desde la mañana, las varias delegaciones iban llegando a la plaza del Congreso. Yo marché con los escritores. Había también representantes de los actores, los músicos, los plásticos, los estudiantes, etc. Antes de dar la vuelta a la gran plaza apareció Enrique Amorim, muy agitado, anunciando que los primeros contingentes ya estaban llegando a la Recoleta, donde debía terminar el desfile. Pero pasaron casi dos horas antes de que pudiéramos ponernos en marcha. Esto era promisorio. Los grupos que avanzaban por la calle Callao se atascaban antes de llegar a la Recoleta.

Victoria Ocampo marchó al frente de un grupo de estudiantes.

Fue entonces cuando, por primera vez en Buenos Aires, la gente empezó a arrojar papel picado sobre los manifestantes, como es costumbre en Estados Unidos. María Rosa Oliver, del Comité de Redacción de Sur y futura ganadora del Premio Lenin de la Paz, me contó todos los pormenores del desfile, que ella presenció desde un balcón. Yo marchaba entre Eduardo Mallea y Leónidas Barletta. Este último, que pronto habría de unirse a la izquierda ortodoxa, arengaba a grupos de muchachones mal vestidos, sentados en los bancos de la plaza o trepados a los faroles, con expresiones cerradas y hostiles en las caras. Barletta gritaba: «¡Vamos, muchachos! ¡únanse a las filas de la democracia!».

Las expresiones se volvían más enfurruñadas.

Fue un gran despliegue. El gran despliegue de una parte de la Argentina, la Argentina de la cultura, la que había sido representativa hasta ese momento, la Argentina que tenía el rostro que habíamos presentado al mundo. El otro rostro, el «verdadero», iba a mostrarse el 17 de octubre, veintiocho días después. Y este rostro estaba destinado a ser el de la Argentina. Cuando la máscara finalmente cayó, los rasgos que estaban detrás ya no tenían ningún parecido con la cara que se vio el 19 de septiembre de 1945.

Ese despliegue que nos pareció efectivo y era tan sólo un desfile en el vacío, no contó con la presencia de Borges.

El motivo era muy sencillo: había tenido un ataque de varicela, una forma benigna de esta enfermedad infantil. Haciendo una excepción, le telefoneé esa noche para comentar el éxito de la marcha. Él ya había sido informado por su madre, Bioy Casares y Amorim. Como estaba forzado a permanecer en casa, me pidió que le visitara al día siguiente. Acepté. Nunca he temido a los contagios y, además, ya había tenido la varicela.

Después de aquel almuerzo que yo había tenido con su madre, no había recibido nuevas invitaciones. Doña Leonor no había manifestado ningún deseo de verme de nuevo y yo tampoco deseaba verla. Sin razón aparente, sin vernos, sin haber intercambiado una sola palabra, nuestra mutua antipatía iba en aumento. Pero ese día fui a tomar el té con los Borges.

Georgie no estaba en cama y tenía puesta una bata en vez de la chaqueta habitual. No tenía pústulas en la cara.

Estela Canto, Borges a contraluz.

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