En
el Japón antiguo vivió Kamo-no-Chomei. Su padre era un sacerdote
sintoísta de bastante influencia en la corte imperial, por lo cual
él fue criado desde chico en el ambiente del templo y ya desde
temprano tuvo contacto con la poesía y la música.
Cuando
Chomei tenía 17 o 18 años su padre murió. Esta muerte lo afectó
mucho y marcó fuertemente su carácter. Chomei se volvió entonces
más reservado de lo que ya era. Se dedicó con empeño al estudio de
la música y sobre todo de la poesía.
También se volvió más observador.
Esta cualidad lo convirtió en un peculiar testigo de la época que
le tocó vivir. El Japón de esos años sufrió muchas catástrofes
naturales y también sufrió vaivenes políticos abruptos. Cuando
suceden esas idas y vueltas bruscas en la política de un país el
que más sufre es siempre el pueblo.
Chomei presenció un gran incendio
en Kioto, la ciudad en la que vivía. Allí, tanto ricos como pobres
perdieron sus casas, sus posesiones y hasta sus vidas. Un tercio de
la ciudad fue devorado por las llamas.
Pocos
años después Kioto volvió a sufrir calamidades, pero esta vez
debido a un tornado. Chomei estaba allí y vio cómo los tejados, las
puertas y las casas enteras (que eran de madera) volaban por los
aires. Mucha gente quedó lisiada y mucha otra murió.
En
ésa época Kioto era la capital de Japón. De repente, un día el
emperador decidió que ya no lo sería más y ordenó mudar la
capital al país de Tsu. Los pobladores protestaron pero el asunto ya
estaba decidido, así que, primero los funcionarios, después los
nobles, siguieron al emperador hasta la nueva capital. La ciudad de
Kioto una vez más volvió a sufrir: junto con la corte se fueron las
riquezas, las casas fueron desmontadas y flotaron río abajo en
balsas para la mudanza. Los terrenos quedaron vacíos y la gente
empezó a cultivarlos.
Pero
parece que el lugar donde se había instalado la nueva capital no era
apropiado. Había poco espacio llano entre el mar y las montañas.
Esto hizo que no se pudieran trazar calles. Para transitar solamente
había unos pasillos muy estrechos. Los nobles que habían llevado
sus carrozas hasta allí tuvieron que desarmarlas porque no había
por dónde hacerlas pasar. Y lo que es peor: como los carros de
transporte tampoco podían circular, llevar las mercaderías de un
punto a otro de la ciudad era una verdadera tortura.
Todos se sintieron a la deriva,
como las nubes
escribiría Chomei en un poema
varios años más tarde.
Por todo esto, la calidad de la vida
bajó muchísimo y llegó un momento en que no se podía distinguir a
un rico de un pobre porque todos vestían andrajos. El humor popular
empeoró y el de la nobleza también. Así que el emperador ordenó
regresar a Kioto e instalar otra vez la capital allí. Pero la vuelta
acarreó otros problemas, porque las casas desmontadas no pudieron
ser reconstruidas como antes. El resultado fue una ciudad más
precaria que la que había existido antes en el mismo lugar.
Las
desgracias del pueblo japonés no acabaron ahí. Un tiempo después
hubo sequías e inundaciones en los campos y no se pudieron cosechar
alimentos. Esto desató el hambre de toda la población. El tejido
social, las formas y las costumbres establecidas hasta entonces, se
trastocaron. Comer era la prioridad y para ello hubo quien robó y
quien mató, quién saqueó templos y quién vendió hasta las
maderas de su casa. Los ricos tuvieron que mendigar como pobres por
las calles de la ciudad.
Para
colmo, llegó la enfermedad. La enfermedad colectiva, la epidemia,
casi siempre está relacionada con la pobreza, con la miseria.
Combatir la pobreza es también combatir la enfermedad. La epidemia
provocó la muerte de miles de personas. Los que no murieron de
hambre murieron de alguna otra cosa. Ni los viejos ni los chicos ni
los ricos ni los pobres quedaron a salvo de esto. Los cuerpos de los
muertos se pudrieron en las calles, al sol, a la vista de todos.
El amor, sin embargo, no desapareció
de la faz de la tierra. Padres sacrificaron sus vidas para que los
hijos comieran y muchos compartieron lo poco que hubo con las
personas que amaban. El hombre se puede volver fácilmente un animal,
pero siempre hay algo adentro suyo que lo puede salvar.
Un buen día, las cosechas lograron
restablecerse y poco a poco la población fue pudiendo volver a la
normalidad, si es que a esa clase de supervivencia se le puede llamar
normalidad.
Otro
suceso extraordinario y desgraciado que le tocó en suerte presenciar
a Chomei y padecer a la población de Kioto fue un terremoto. Hay
muchos terremotos en la isla de Japón, y Chomei tuvo que vivir uno
que desde su epicentro hasta los últimos temblores duró casi cuatro
meses. Chomei escribió que el temblor de la tierra y el abrirse de
las grietas “sonaron igual que truenos”. También dijo que
el terremoto, en verdad,
es lo más
terrorífico del mundo.
Las casas, una vez más, se
derrumbaron y animales y seres humanos se perdieron en las rajaduras
del suelo. Chomei vio a un nene aplastado por una casa en ruinas. Su
padre, un guerrero recio y duro, lloraba a los gritos y sin consuelo.
Después
de haber sido testigo de todas estas desgracias y de todo ese dolor,
a los 54 años, Chomei se retiró a lo profundo de unos montes
llamados Hino y construyó una choza. Sus vivencias le habían
enseñado que la vida es dura y trabajosa y que todo en este mundo es
transitorio. Lo definitivo está en la otra vida.
En su retiro del mundo, Chomei se
dedicó a la poesía y a tocar el koto y la biwa. El koto es un arpa
japonesa de catorce cuerdas y la biwa es una espacie de laúd de
cuatro cuerdas.
Su
vida en los montes fue austera y mansa. Su choza era del tamaño
justo y necesario para que cupiera un hombre, se alimentaba de bayas
y frutos silvestres. Se dedicaba a meditar acerca de lo vano del
hombre y sus miserias, pero sin juzgar a nadie en particular. También
pensaba acerca de las propias miserias y los propios pecados.
Compuso un poema en el que narró
toda su experiencia en el barro del mundo y lo tituló “Canto a la
vida desde una choza”. Sus primeros versos nos dicen:
La corriente del río
jamás se detiene,
el agua fluye
y nunca permanece
la misma.
El
griego Heráclito, el oscuro de Éfeso, había pensado algo similar
siglos antes. El fragmento de su obra más conocido dice:
En los mismos ríos entramos y no
entramos, [pues] somos y no somos [los mismos].
Es
casi imposible que Chomei tuviera conocimiento de Heráclito y su
filosofía. Sin embargo, la observación atenta y reflexiva los había
llevado a ambos al mismo puerto.
La
fe de Chomei era la del culto Jodo, que predicaba la vacuidad de este
mundo y la existencia de la salvación en la vida supraterrenal. En
su poema, en el canto XI, dice:
La realidad de este mundo
viene de la mente.
El
poema del sabio Chomei contiene muchos pensamientos profundos y de
utilidad. En el canto IV recomienda:
Para entender
el mundo de hoy,
vale comparar
con el mundo de antaño.
Chomei
pasó un breve tiempo en Kamakura enseñándole poesía al shogun
Sanemoto, aparentemente sin mucho éxito, y enseguida volvió a su
choza. Su destino y su voluntad estaban en la reclusión de los
montes.
Ya
con 60 años, a veces Chomei salía a pasear junto a un nene de diez
años hijo de un guardabosques que vivía cerca. Resulta muy poética
la amistad entre un viejo y un nene porque afuera de ella quedan los
hombres que hacen y viven el mundo dañino. Es como si para volver a
entender la infancia hubiera que recorrer un camino muy largo.
Algunos
monjes lo visitaban de vez en cuando. Por las noches, en soledad,
recordaba a viejos amigos y sucesos del pasado.
Un
buen día, cuando contaba 62 años de edad, en el año 1216, Chomei
falleció. Dadas las características de su religión, debe haber
recibido la muerte con mansedumbre y esperanza. En su poema, para
justificar la vida de anacoreta elegida, había escrito unos versos
sencillos y enormes a la vez:
El mundo de hoy tiene sus maneras
y yo las mías.
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